LA NATIVIDAD DEL SEÑOR -MISA DEL DIA-
Jueves 25 / Dic
Juan 1,1-18
El verbo se hizo carne
No puedo comenzar de otra manera que deseándoles a todos ustedes: ¡Feliz Navidad!
Celebramos hoy una de las fiestas más entrañables del año: La Navidad.
Algo aparentemente sencillo… pero, al mismo tiempo, profundamente misterioso.
Y eso mismo lo refleja la liturgia.
No celebramos la Navidad con una sola misa, sino con cuatro celebraciones distintas: la vespertina, la de medianoche —la del gallo—, la de la aurora y la del día, que es la que ahora celebramos.
Cuatro misas, cuatro conjuntos de lecturas, cuatro miradas distintas para ayudarnos a entrar y profundizar en un mismo misterio.
Anoche contemplábamos lo sencillo: el Niño, el pesebre, la pobreza de Belén.
Hoy, en cambio, la Iglesia nos propone un evangelio profundamente teológico, muy hondo, muy denso: el prólogo del Evangelio de san Juan.
Dicen los expertos en la Escritura que este texto es como un resumen de todo el Evangelio de san Juan, escrito al final de su vida, pero colocado al inicio como una clave de lectura.
Aquí se nos dice que “la Palabra” es Jesús:
el Jesús que existía desde siempre, el Jesús que estaba junto al Padre, el Jesús que se hizo carne y habitó entre nosotros.
Y con esa frase entendemos todo:
- Dios no se quedó lejos,
- Dios no habló solo desde el cielo,
- Dios entró en nuestra historia.
Uno de los prefacios de Navidad lo expresa de manera preciosa cuando dice:
“Conociendo a Dios visiblemente, Él nos lleva al amor de lo invisible.”
Y eso es clave para nuestra fe.
Nosotros necesitamos ver.
Necesitamos signos concretos.
Cuando alguien nos ama de verdad, lo notamos: se preocupa, se interesa, se acerca, se implica.
Por eso es importante decirlo claro: el cuerpo no es la cárcel del alma.
Eso no es cristiano.
Si fuera así, Cristo no se habría encarnado, ni habría resucitado con su cuerpo glorioso.
Dios asumió nuestra carne porque el cuerpo forma parte de la dignidad de la persona.
De este modo, viendo a Jesús —su humanidad, sus gestos, su vida— conocemos al Dios invisible.
Es verdad: nosotros no lo vimos con nuestros ojos.
Pero la humanidad de Cristo es real, histórica, concreta.
El Verbo se hizo carne.
Vivió el cansancio, el frío, el calor, el dolor…
y finalmente entregó su vida por amor.
La Navidad no es que Dios haya venido “a darse un paseíto” por la tierra.
La Navidad es que Dios se ha desposado con la humanidad.
Por eso dice san Juan:
A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él nos lo ha dado a conocer.
Ahora bien, el misterio de la Navidad no estaría completo si solo nos quedáramos en que Dios vino a salvarnos —que ya es muchísimo—.
Hay algo más: vino a hacernos verdaderamente humanos,
vino a humanizar este mundo.
Y eso se logra de una sola manera: amando lo que Dios ama.
Por eso, una forma muy concreta de vivir la Navidad es esta: amar sin excepciones.
Incluso a quien nos cae mal.
A quien nos cuesta.
A personas que ni siquiera conocemos, pero que ya rechazamos por ideas, por opiniones, por lo que vemos en televisión.
Dios no ama con excepciones.
Dios ama a todos.
Ese puede ser un buen propósito navideño:
salir de esta misa con el deseo sincero de amar como Dios ama, con obras concretas, no solo con palabras.
Y junto a esto, hay algo muy importante: creer en el ser humano.
Creer que el hombre y la mujer son capaces de amar gratuitamente.
Vivimos en un mundo donde muchos piensan:
“Nadie hace nada por nada”.
“Algo estará sacando”.
Y sin embargo, sabemos que no es verdad.
Hay muchísimas personas que entregan tiempo, esfuerzo, dinero, incluso sacrificios personales, sin esperar nada a cambio.
Personas que aman con obras, constantemente, silenciosamente.
Si Dios cree en el ser humano —y por eso se encarnó—,
nosotros también tenemos que creer en el ser humano.
Jesús lo dijo en el Sermón de la Montaña: “Que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.”
Nosotros estamos llamados a ser una prolongación del amor de Dios.
Muchos creerán en Dios no porque lean la Biblia,
sino porque ven a Dios encarnado en personas concretas: personas coherentes, alegres, comprometidas, felices en su fe.
Cuando alguien ve que creer da sentido a la vida,
cuando ve un testimonio auténtico, es ahí cuando empieza a creer.
Cristo creyó en el ser humano.
Si no, no habría venido.
Sabía que muchos no acogerían su mensaje…
y aun así se entregó hasta el final.
Eso es la Navidad vivida de verdad:
- implicarse,
- amar,
- humanizar este mundo.
Pidámosle al Señor en esta Eucaristía que nos dé luz para comprender la profundidad de la Navidad, que no se quede solo en aguinaldos, gaitas, comidas y encuentros —que también son buenos—, sino que dejemos que Cristo encarnado nazca de verdad en nuestro corazón y se haga vida en nuestras obras. Que así sea, feliz navidad.