INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Lunes 08 / Dic
Lc 1, 26-38
INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA 

“¡Cuán hermosa eres, María!”

Hermanos, hoy toda la Iglesia proclama maravillada: “¡Cuán hermosa eres, María!”
Y una frase del Evangelio nos da la clave para entender esta fiesta:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».

Decir que María es la Inmaculada significa dos cosas:
primero, que fue concebida sin la mancha del pecado;
segundo, que vino al mundo llena de gracia, llena de belleza, llena de Dios.

La tradición oriental la llama Panaghia, “la Toda Santa”.
La tradición latina la llama Tota pulchra, “la Toda Hermosa”.
Hoy, nosotros simplemente la miramos y decimos: “llena de gracia”.

La palabra “gracia” tiene dos sentidos:
puede significar favor, misericordia, perdón, pero también significa belleza, encanto, armonía.

En María coinciden los dos significados:
✓ Dios la llenó de gracia como un favor único, preservándola del pecado “en previsión de los méritos de Cristo”;
✓ y esa gracia interior se convirtió en belleza, en esa luz limpia que la Iglesia canta desde hace siglos.

María es agraciada, sí…
Pero también es graciosa, es decir, bella.
Lo segundo nace de lo primero.

Todos sentimos sed de belleza. Dostoievski llegó a decir: “la belleza salvará al mundo”.
Pero también sabemos que la belleza puede extraviar, engañar y destruir.

¿Por qué?
Porque —como explica Pascal— no toda belleza está en el mismo nivel.
Hay tres clases:
 ✓ Belleza física, pasajera, vulnerable, que puede convertirse en máscara o en trampa.
La Biblia lo dice con fuerza: “Engañosa es la gracia y fugaz la belleza” (Prov 31,30).
✓ Belleza intelectual o estética, la del arte y el talento.
Es más alta, más noble… pero tampoco alcanza para salvar el corazón.
✓ Belleza moral o espiritual, la de la bondad, la pureza, la santidad.
Esta es la belleza que no envejece, que no engaña, que no destruye.
Esta es la belleza que ilumina.

Y aquí entra María:
La belleza de la Inmaculada pertenece a este tercer orden, el más alto.
Es belleza de alma, de corazón, de gracia.
Ella es la mujer tal como Dios la soñó: la nueva Eva, sin fracturas, sin sombras.


Si contemplamos hoy a María, es imposible no mirar nuestra realidad con dolor.
Pablo VI, en una fiesta como esta, decía con el corazón encogido:
“¡Cuántas almas jóvenes manchadas desde tan temprano!
¿Qué leen, qué ven, qué desean nuestros muchachos?
¡Cuántos amores rotos!
¡Cuánta energía humana desperdiciada en una cultura que exhibe el vicio como triunfo!”

Y es verdad.
Vivimos en un mundo que usa la belleza para vender, para manipular, para seducir…
y después se escandaliza de las consecuencias.

Pero no, nosotros los cristianos no despreciamos la belleza.
El Cantar de los Cantares es un himno a ella.
Lo que rechazamos no es la belleza…
sino su degradación: cuando se vuelve objeto, mercancía, pura piel sin alma.

Dios nos pide algo muy concreto:
Que recuperemos y defendamos una belleza humana, digna, plena.
Una belleza que respete el cuerpo, el amor, la mujer, el matrimonio.
Una belleza que eduque y no corrompa; que inspire y no seduzca; que eleve y no esclavice.

Y eso empieza por casa.
Por escoger bien lo que dejamos entrar a nuestro corazón por los ojos, por los oídos, por la imaginación.

El mundo será más bello si nosotros somos más puros.
El mundo será más luminoso si custodiamos la mirada.
El mundo será más humano si defendemos la belleza verdadera.

Hoy, ante la Inmaculada, pedimos algo sencillo y heroico:
“Madre, Toda Hermosa, enséñanos a elegir lo que embellece el alma.
Haznos valientes para custodiar la pureza del corazón.
Ayúdanos a ofrecer a las futuras generaciones un mundo más limpio, más noble, más digno… un mundo más parecido a ti”.
Amén, Amén, Amén. 


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