SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

Sábado 01 / Nov
Mt 5, 1-12
Solemnidad de todos los santos

Hoy la Iglesia nos invita a mirar al cielo con esperanza. Celebramos la solemnidad de Todos los Santos, esa multitud inmensa que nadie puede contar, como dice el Apocalipsis, y en la que están incluidos también muchos de los nuestros: familiares, amigos, personas sencillas que vivieron su fe sin aplausos ni titulares.

Esta fiesta es una de las más bellas del año litúrgico, porque nos recuerda una verdad que debería llenarnos de alegría: la santidad no es un privilegio de unos pocos, sino la vocación de todos. No se trata de hazañas heroicas, sino de un amor fiel, sostenido en lo cotidiano, en medio de las luchas, caídas y levantadas de la vida.

San Pablo nos da una clave preciosa cuando llama “santos” a los cristianos de sus comunidades. No lo hace porque fueran perfectos —sabemos bien que tenían defectos y divisiones—, sino porque estaban en gracia de Dios. Es decir, porque habían acogido el don del amor divino en su corazón.
Santo es, por tanto, el que vive unido a Dios y muere en su amistad, aunque necesite purificarse antes de entrar en su presencia. La santidad no empieza en el cielo; comienza aquí, cuando abrimos el alma al amor de Dios y dejamos que su gracia nos transforme.

Pero hay algo más profundo todavía: el santo es un enamorado de Dios.
Cuanto más ama, más santo es.
Y como todo enamorado, sufre cuando no ama bastante.
Por eso el santo es también un mendigo del amor divino. No presume de virtudes, sino que reconoce su fragilidad y suplica:

San Pablo lo experimentó cuando confesaba: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero”. Y añadía: “Llevo este tesoro en vasijas de barro”.
¡Qué consolador es esto! La santidad no consiste en no tener barro, sino en dejar que el tesoro de Dios brille a través de él.

Los santos fueron grandes porque se dejaron amar y perdonar.
San Francisco de Asís tuvo que luchar con su temperamento y con su historia; San Ignacio de Loyola transformó su ambición en obediencia; Santa Teresa de Jesús convirtió su carácter fuerte en oración apasionada; San Camilo de Lelis y San Juan de Dios canalizaron su pasado turbulento en misericordia hacia los enfermos.
Cada uno encontró su camino, su “hilo de oro”, esa virtud que Dios tejió en lo más profundo de su alma.

También nosotros tenemos ese hilo. No todos estamos llamados a ser mártires o fundadores, pero sí a descubrir en qué nos pide Dios amar más. Puede ser en la paciencia con los demás, en el perdón, en la entrega familiar, en el servicio silencioso o en la fidelidad en medio del dolor.

Las Bienaventuranzas que escuchamos hoy son el retrato del santo: los pobres de espíritu, los mansos, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia. Cada una de ellas es una ventana que se abre hacia el Reino.
Y cada uno de nosotros puede reconocerse en alguna: quizá en la mansedumbre que lucha contra la ira, o en el hambre de justicia que a veces duele, o en el corazón que quiere mantenerse limpio en medio de tanta confusión.

Jesús no nos pide perfección inmediata. Nos pide fidelidad y amor.
La santidad se construye “día a día, golpe a golpe”, cayendo y levantándose, pidiendo perdón y volviendo a empezar. El santo no se desespera por sus caídas, porque confía en la misericordia de Dios.

Por eso hoy, mirando al cielo, podemos reconocer con humildad y alegría que también nosotros estamos llamados a formar parte de esa multitud vestida de blanco. Quizás no tengamos milagros que mostrar, pero tenemos algo mucho más grande: la posibilidad de amar.

Pidámosle al Señor, en este día luminoso: Señor, ayúdame a ser santo, no porque lo merezca, sino porque quiero amarte.
Enciende en mí el deseo de vivir en gracia, de servirte en los demás, y de levantarme cada vez que caiga. Qué así sea.



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