DOMINGO XXX -Ciclo C-

Domingo 25 / Oct
Lc 18, 9-14
El fariseo y el publicano

El Evangelio de hoy nos presenta a dos hombres que suben al templo a orar.
El templo, en la enseñanza de los santos y de los místicos, no es solo un edificio de piedra: es también el interior más profundo del alma, el lugar donde habita Dios, la obra más noble del Creador, donde Él ha depositado su tesoro y se complace en morar.

Allí, en ese templo interior, debemos entrar para orar.
Pero para que la oración sea verdadera, deben subir juntos el hombre exterior y el hombre interior: es decir, nuestras palabras y nuestros sentimientos, nuestra voz y nuestro corazón.
Cuando solo ora el hombre exterior —cuando rezamos sin el alma, sin conversión interior—, esa oración no sirve de gran cosa, incluso de nada.

El fariseo del Evangelio oraba, sí, pero su oración estaba llena de sí mismo: se comparaba, se justificaba, se enorgullecía.
En cambio, el publicano, sintiéndose indigno, no se atrevía a levantar los ojos al cielo y solo decía:
“Señor, ten piedad de mí, pecador.”
Y Jesús nos dice que éste bajó a su casa justificado.

Esa es la verdadera oración: la que nace de la humildad y de la verdad del corazón.
El fariseo se sube sobre los demás y se pierde; el publicano se humilla ante Dios y es levantado.
Porque donde Dios encuentra humildad, viene con su misericordia; y cuando Él viene con su misericordia, viene con todo su ser, es Él mismo quien se entrega.

A veces también nosotros, al sentirnos pecadores, nos alejamos de Dios o de la Eucaristía, pensando que no somos dignos.
Pero el Señor no quiere que nos alejemos: quiere que nos acerquemos con confianza, como el publicano.
Y así debemos decir:
“Ven, Señor, ven pronto antes de que mi alma perezca; ven antes de que el pecado me venza.”

La Eucaristía, queridos hermanos, es el camino más directo hacia Dios, el lugar donde Cristo mismo nos toca, nos perdona y nos transforma.
Acerquémonos con humildad y gratitud, sabiendo que el Señor se complace más en un corazón contrito que en mil palabras vacías.

Por otro lado, esta parábola es una de las más conocidas y, al mismo tiempo, de más mal interpretadas.
Durante años, incluso dentro de la misma Iglesia, se ha entendido de manera errónea.
En los años postconciliares se popularizó una lectura que contraponía al fariseo —como si fuera el católico practicante, el que va a misa todos los domingos, pero es hipócrita— frente al publicano —presentado como quien no pisa una iglesia, pero “es buena persona”.
Esa no es la enseñanza de Jesús. Eso es una caricatura.

Si somos fieles al texto del Evangelio, veremos que Jesús no enfrenta a los que van al templo con los que no van al templo.
Los dos —el fariseo y el publicano— van al templo a orar.
El contraste no es entre “practicantes” y “no practicantes”, sino entre dos actitudes del corazón:
la del que se cree justo y desprecia a los demás,
y la del que se reconoce pecador y necesitado de Dios.

San Lucas lo dice claramente desde el principio:
“Dijo Jesús esta parábola por algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás.”
Ahí está la clave.
Jesús no critica la piedad ni la oración, sino la autosuficiencia espiritual, esa actitud que dice:
“Yo ya estoy bien, yo no necesito cambiar, yo soy mejor que los demás.”

La primera lectura del libro del Eclesiástico nos lo recuerda:
“La oración del humilde atraviesa las nubes.”
El Señor escucha al que se acerca con el corazón contrito, con la verdad de quien sabe que no es perfecto, pero busca la misericordia de Dios.

El fariseo, en cambio, no ora realmente.
Se mira a sí mismo, se alaba, se compara.
No le habla a Dios, se habla a sí mismo.
Su oración no es diálogo, sino monólogo.
El publicano, en cambio, solo dice:
“Oh Dios, ten compasión de este pecador.”
Esa sencilla oración, nacida de la humildad, abre el cielo.

Jesús concluye diciendo:
“Éste bajó a su casa justificado, y aquél no.”
¿Qué significa “justificado”?
San Pablo —de quien san Lucas fue discípulo— usa esa palabra para hablar de quien está en paz con Dios, perdonado, reconciliado.
El publicano sale del templo justificado porque su humildad le ha abierto el corazón al perdón.
El fariseo, en cambio, ha cerrado su alma a la gracia.

Hermanos, lo importante no es la idea que yo tenga de mí mismo, ni lo que los demás piensen de mí.
Lo importante es la idea que Dios tiene de mí.
Y Dios mira el corazón.

Cuántas veces escuchamos decir: “Yo no voy a misa, pero soy mejor que los que van.”
Esa frase, tan común, se parece más a la oración del fariseo que a la del publicano, porque es una comparación.
En el fondo, también desprecia a los demás.

El Evangelio nos invita a mirar hacia dentro, no hacia los lados. A ponernos ante Dios sin máscaras, sin comparaciones, sin excusas.

Los fariseos —cuyo nombre significa “separados”— se consideraban mejores que los demás.
La sociedad los veía como modelos de piedad.
En cambio, los publicanos, cobradores de impuestos, eran despreciados.
Pero ante Dios, la verdad se invierte: lo que importa no es la reputación, sino la sinceridad del corazón.

Así nos enseña Jesús que la verdadera oración nace de la humildad.
La oración del fariseo no llega al cielo porque está llena de sí mismo; la del publicano lo atraviesa porque está llena de Dios.

Pidamos hoy al Señor que nos dé un corazón humilde, que sepa reconocerse necesitado,
que no mire a los demás desde arriba, sino que sepa mirar al cielo con sencillez y decir: “Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador.”
Y entonces, también nosotros, volveremos a casa justificados. ¡Qué así sea!

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