DOMINGO XXIX -Ciclo C-
Lc 18, 1-8
“Hay que orar siempre, sin desanimarse.”
Hermanos, el Evangelio de hoy nos muestra a Jesús contando una parábola muy simple:
una viuda insistente y un juez que no temía a Dios ni le importaba la gente.
Y Jesús nos dice claramente qué quiere enseñarnos:
“Que hay que orar siempre, sin desanimarse.”
Fíjense qué importante es esto.
Porque nosotros vivimos en un mundo que valora solo lo práctico, lo que se ve, lo que da resultados.
Pensamos que lo importante es hacer, producir, correr todo el día.
Y sin darnos cuenta, dejamos de orar.
Pero Jesús nos recuerda que sin oración, la vida pierde sentido.
Podemos hacer muchas cosas, pero sin Dios, sin oración, todo se vacía.
La oración es el alma de nuestras obras.
Ahora, ¿qué significa orar siempre?
No quiere decir estar todo el día en la iglesia rezando.
Significa vivir con Dios presente en todo momento.
Tenerlo en el corazón cuando trabajamos, cuando descansamos, cuando reímos o cuando sufrimos.
Eso es orar siempre: vivir sabiendo que Dios está con nosotros.
Y para poder vivir así, necesitamos algo muy concreto:
momentos de oración verdadera, a solas con Él.
Sin esos ratos de silencio y encuentro con el Señor, nuestra fe se apaga, y nuestro corazón se enfría.
La segunda lectura de hoy también nos da una clave hermosa:
dice San Pablo que “toda Escritura es inspirada por Dios y es útil”.
O sea, la Palabra de Dios es práctica, transforma, enseña, corrige, anima.
Cuando oramos con la Palabra, Dios nos habla.
Y cuando Dios nos habla, nos impulsa a actuar, a servir, a amar.
Por eso, la verdadera oración nunca nos aparta del mundo, sino que nos lanza al mundo con un corazón nuevo.
Miren los santos:
rezaban mucho, sí, pero también trabajaban mucho, servían mucho, amaban mucho.
Porque la oración auténtica siempre lleva a la acción.
Y Jesús termina hoy con una pregunta fuerte:
“Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”
Esa pregunta es personal:
¿Tengo yo esa fe?
¿Creo que Dios me escucha, que me ama, que puede ayudarme?
Si creemos de verdad, oraremos.
Y si oramos, nuestra fe crecerá.
Por eso hoy podemos decir con humildad:
“Señor, creo, pero aumenta mi fe.”
Y hagamos algo concreto:
acerquémonos más al Señor, busquemos momentos de silencio, visitemos el Sagrario, escuchemos su Palabra, y sobre todo, confiemos en Él.
Porque cuando uno vive en contacto con Dios, la fe se enciende, la paz regresa, y el corazón aprende a decir: “Señor, confío en Ti.” Amén.