XXIV DOMINGO TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-
Domingo 14 / sep
Lc 15, 1-32
«Volveré a la casa de mi Padre»
La Palabra de Dios hoy nos habla de un amor apasionado, un amor que se hiere, un amor que herimos con nuestros pecados, pero que nunca deja de perdonar.
En la primera lectura del libro del Éxodo, el pueblo de Israel traiciona a Dios construyéndose un ídolo y adorándolo. La reacción de Dios es fuerte: “Déjame que encienda mi ira contra ellos”. Pero no se trata de un castigo legalista, como el de un juez que aplica la ley. Es la reacción de un amor herido, de un Dios que siente celos porque ama de verdad a su pueblo.
Moisés intercede y recuerda la fidelidad de Dios a Abraham, Isaac y Jacob. Y el Señor, movido por su mismo amor, se arrepiente del castigo y vuelve a abrazar a su pueblo. Así es el corazón de Dios: apasionado, celoso, herido… pero siempre misericordioso.
Ese mismo amor nos lo presenta Jesús en el Evangelio con la parábola del hijo pródigo. El padre no se queda esperando con los brazos cruzados para echarle en cara a su hijo su pecado. Al contrario, corre, lo abraza, lo reviste de dignidad y organiza una fiesta. Su amor apasionado es más fuerte que el rechazo y la infidelidad.
Incluso el hijo mayor, que representa muchas veces nuestro corazón duro y celoso, es invitado por el padre a comprender que su misericordia no excluye a nadie: “Hijo, todo lo mío es tuyo; pero había que alegrarse, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida”.
Las otras dos parábolas que escuchamos –la oveja perdida y la dracma perdida– nos muestran la lógica de la misericordia de Dios: un pastor deja 99 ovejas por una sola, una mujer barre toda la casa por una moneda. Humanamente parece exagerado, pero nos enseña que cada uno de nosotros es único y valioso para Dios.
Quizás podamos pensar en tantos jóvenes que hoy parecen extraviados, que buscan en ídolos modernos la felicidad. Ellos están viviendo, de algún modo, la experiencia del hijo pródigo. La Iglesia debe hacerles visible siempre al Padre que espera, al Abbá que corre a abrazar.
Por eso es tan importante sembrar la fe en la infancia y adolescencia: aunque se alejen, tendrán siempre en el corazón la memoria de la casa del Padre. Y cuando toquen fondo, desearán volver.
Hermanos, Dios no es un juez frío. Es un Padre apasionado y misericordioso. Su amor puede sentirse herido, pero nunca se apaga. Siempre espera nuestro regreso. Celebremos hoy la certeza de que tenemos un Dios que se alegra más por un solo pecador arrepentido que por noventa y nueve que no necesitan conversión.
La misericordia de Dios siempre es mayor que nuestro pecado. Pidamos hoy la gracia de confiar siempre en esta misericordia apasionada de Dios, que nunca se cansa de esperar nuestro regreso. ¡Qué así sea!