DOMINGO XXVI -Ciclo C-

Domingo 28 / Sep
Lc 16, 19-31
El rico y el pobre Lázaro

Hoy el Evangelio nos presenta una de las parábolas más fuertes que contó Jesús: la historia del rico sin nombre y del pobre llamado Lázaro. Es una parábola que no se queda en la superficie, sino que nos invita a entrar en el corazón mismo de lo que significa vivir con un corazón abierto o cerrado al prójimo y a Dios.

Fíjense en un detalle curioso: el rico no tiene nombre. No es porque Jesús lo haya olvidado, sino porque quiere que tú y yo pongamos ahí el nuestro. La riqueza sin compasión despersonaliza, borra el rostro, nos hace anónimos. En cambio, el pobre sí tiene nombre: Lázaro, que significa “Dios es mi ayuda”. Nadie lo conocía, nadie lo reconocía, pero Dios sí. Esa es la gran esperanza de los pobres: que aun cuando los hombres los olviden, Dios nunca se olvida de ellos.

Los contrastes en la parábola son impresionantes: el rico se viste de púrpura y lino, banquetea todos los días, vive en un palacio. Lázaro, en cambio, está echado a la puerta, cubierto de llagas, deseando las migajas que caían de la mesa. Y ni eso le daban. Lo más duro es que los perros mostraban más compasión que los hombres: se acercaban a lamerle las llagas. A veces los animales nos avergüenzan, porque muestran una ternura que los hombres hemos perdido.

Otro detalle: Lázaro nunca habla en la parábola. No pronuncia una sola palabra. Su sola presencia ya es un grito. En cambio, el rico sí habla, pero lo hace demasiado tarde, cuando ya está en el lugar del tormento. Y la respuesta que recibe es clara: ahora hay un abismo imposible de cruzar.

Aquí aparece lo más profundo: el rico no se condena por ser rico, sino por no amar. No robó, no mató, no explotó. Simplemente se cerró en su mundo, no vio, no escuchó, no se conmovió. Su pecado es la omisión. Y esto es muy importante, porque cuántas veces escuchamos esa frase tan repetida: “yo no robo, yo no mato, por tanto soy una buena persona”. Pero este evangelio nos dice que eso no basta. Dios no nos pide solo no hacer el mal, nos pide hacer el bien. Y el rico epulón no hizo nada malo, pero tampoco hizo nada bueno.

Aquí se juega mucho de nuestra fe. Jesús no vino a este mundo para decirnos únicamente “eviten el mal”. Jesús vino a enseñarnos a amar, a servir, a entregarnos. El listón de Dios está más alto que simplemente no hacer daño. Nos pide abrir los ojos al que sufre, abrir el corazón al necesitado.

Por eso la parábola termina con esa frase tan dura de Abraham al rico: “ya tienen a Moisés y a los profetas”. Es decir: ya tienen la Palabra de Dios. Hoy podríamos decir: ya tenemos el Evangelio, ya tenemos a Cristo, ya tenemos la Iglesia. No necesitamos señales extraordinarias ni fantasmas que vengan del más allá. Lo que necesitamos es escuchar la Palabra y dejar que ablande nuestro corazón.

La riqueza en sí misma no es mala, pero es peligrosa: distrae, ciega, quita tiempo para Dios, para rezar, para escuchar la Palabra, para ir a misa, para servir al prójimo. Por eso Jesús habla tantas veces de ella, porque sabe que puede convertirse en un ídolo. Y la pobreza en sí misma tampoco es una garantía de salvación. No todos los pobres son buenos ni todos los ricos son malos. Lo que importa es el corazón, la confianza puesta en Dios y la capacidad de vivir en el amor.

Esta parábola nos habla también de la Iglesia y de su misión. La Iglesia —que somos todos nosotros— no puede cerrar los ojos a los pobres. No se trata de ideología, se trata de fidelidad a Jesucristo. Él eligió la pobreza cuando se encarnó, y quiso hacerse uno con los pequeños y los olvidados. Eso tiene que marcar nuestra vida cristiana.

Entonces, la gran pregunta que deja este Evangelio es: ¿quién es mi Lázaro? ¿Quién está a la puerta de mi vida y yo no veo? Puede ser un mendigo, sí, pero también puede ser un familiar solo, un vecino que pasa necesidad, un joven perdido, un anciano abandonado. Todos tenemos un Lázaro cerca.

El abismo que aparece en la parábola nos recuerda algo serio: llega un momento en que ya no hay vuelta atrás. No se trata de tener miedo, sino de ser conscientes de que la vida es única, y las decisiones que tomamos tienen consecuencias eternas.

Por eso, más que asustarnos, esta parábola quiere despertarnos. Nos dice: no basta con no hacer el mal, hay que hacer el bien. No basta con ser indiferentes, hay que ser compasivos. No basta con mirar de lejos, hay que acercarse y compartir.

Que la Palabra de Dios nos abra los ojos y el corazón. Que aprendamos a reconocer al Lázaro que está a nuestra puerta. Y que nunca olvidemos que lo que nos salvará no es lo que no hicimos, sino el bien que sí hicimos con amor. ¡Qué así sea!

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GRACIAS VIRGEN DE LA CABEZA