DOMINGO XXII -Ciclo C-
Domingo 31 / Ago
Lc 14, 1.7-14
La escuela de la humillación.
Jesús nos dice en el Evangelio: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Estas palabras nos conducen a mirar un aspecto de la vida que todos, tarde o temprano, tenemos que enfrentar: la humillación.
La humillación puede llegar de diferentes maneras. A veces la elegimos libremente, cuando renunciamos a los primeros puestos, cuando preferimos servir sin buscar aplausos, cuando optamos por el camino oculto y sencillo.
Otras veces la humillación llega sin aviso: una enfermedad que nos limita, la vejez que nos hace depender de otros, la pobreza que nos obliga a esperar la ayuda de alguien más.
También hay humillaciones que surgen de la injusticia, de la envidia, de la venganza, o incluso de sistemas sociales y políticos que oprimen a los más débiles.
Sea cual sea su origen, toda humillación duele. Cuesta más la que no se elige, porque golpea nuestro orgullo y nos enfrenta con nuestra fragilidad.
Pero en todas ellas hay un camino de gracia: aceptarlas con Cristo, el más humilde, el más humillado. Si no las unimos a la cruz del Señor, la humillación se convierte en amargura. En cambio, si la ofrecemos junto a la de Cristo, puede transformarse en redención y salvación.
Por eso, frente a la humillación, necesitamos aprender a pedir ayuda. Nadie es tan fuerte como para llevarla solo. La oración humilde es la clave: “Señor, ayúdame; dame luz, dame sabiduría y dame fuerza”.
Quizás la humillación más difícil y fecunda de todas sea la del perdón: dejar de lado el rencor y optar por la misericordia.
Vivir así la humillación no significa resignación pasiva, sino convertir el dolor en ofrenda, la herida en esperanza, la cruz en salvación. Porque con Cristo, la humillación nunca es el final: es la antesala de la verdadera exaltación que viene de Dios. ¡Qué así sea!