V DOMINGO DE CUARESMA -Ciclo C-
Jn 8, 1-11
«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra»
Este evangelio nos dice que la misma realidad es aún más bella que la parábola del domingo pasado. En la parábola, hay un hijo mayor que, sin embargo, permanece en casa y, es más, se enfada del perdón acordado tan fácilmente para con el hijo menor; pero, en realidad, el Hermano Mayor: Jesús, no ha permanecido en casa sino que Él ha ido en busca del hermano menor para volverlo a traer a casa. La adúltera es una de las tantas ovejas descarriadas, que Jesús trae de nuevo al redil sobre sus hombros.
Cuando los habituales enemigos de Jesús le ponen en una trampa con esta mujer, es porque saben que Jesús es rico en misericordia. No podía ser de otro modo. Si Jesús se hubiese puesto al lado de Moisés entonces no lo hubiesen llevado a la mujer adúltera.
Pero Jesús va a resolver este asunto con elegancia. Va ponerse a escribir en la arena, según la tradición, los pecados de los acusadores. Tan importante es lo que escribió que el evangelista no olvida ese detalle. Y es por eso que los acusadores se van marchando desde los más viejos a los mas jóvenes. Eso no debería parecernos descabellado si creemos que Jesús poseía en grado sumo el don de «escrutar los corazones». Conocía lo que había en el corazón de las personas, que tenía delante, y éstas, a veces, se daban cuenta.
Allí estaban escritos sus propios pecados, de seguro muchos de ellos de índole sexual, seguro que también adulterios o con prostitutas.
Él es el único sin pecado; el único, por ello, que podía arrojar la primera piedra, dando curso a la justicia de la Ley. Pero, él renuncia al derecho de condenar; porque «no se complace en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta de su conducta y viva» (Ezequiel 33,11).
El Señor quiere hacernos ver que cuando estemos dispuestos a condenar a alguien deberíamos primero fijarnos en nuestra propia culpa. No podemos ser jueces sin conocer todo lo que hay en la realidad de las personas. Por eso Dios se reserva para El, exclusivamente, el juicio moral. Solo Dios puede ser nuestro Juez. Eso no significa que no podamos juzgar los actos, pero si significa que no podemos juzgar a las personas. Así por ejemplo, el adulterio está mal.
De este modo, sabiendo que no podemos juzgar a las personas, tenemos que tener en cuenta que lo mismo que nos gustarían que nos trataran a nosotros debemos tratar nosotros a los demás. Generalmente con nosotros usamos una vara de medir diferente de la que aplicamos a los otros, porque tenemos en cuenta un interés personal o circunstancias que determinaron la personalidad y que los demás no conocen.
Somos muy tolerantes con nosotros mismos, pero muy rigurosos con los demás. Mira tu viga en tu ojo y usa una medida de generosidad y de misericordia con los otros.
Eso es tan importante que el Señor es muy reiterativo en esta enseñanza del perdón. Es una característica esencial del cristianismo. Tanto que en el Padre Nuestro condiciona, y nosotros al rezarlo nos autocondicionamos, el perdón que tenemos que recibir de Dios al perdón que hayamos dado: perdónanos como nosotros perdonamos.
Por tanto, ayúdate a tí mismo en el juicio que tendrá lugar ante Dios siendo una persona misericordia.
También hay que tomar en cuenta que en este evangelio Jesús no fue un laxista. De ningún modo. Jesús condena al pecado y salva a la pecadora de la lapidación. Pero Jesús no es tolerante con el pecado. Le dice a la mujer: «no peques más».
Lo que Jesús quiere inculcar en aquella circunstancia no es que el adulterio no sea pecado o que sea cosa de poco. Es una condenación explícita por Él, si bien delicadísima, con aquellas palabras: «no peques más». El adulterio permanece, en efecto, una culpa devastadora, que nadie puede mantener larga y tranquilamente en la conciencia sin arruinar con ella, más allá que a la propia familia, también a la propia alma.
Pone a la persona en la no-verdad, obligándola casi siempre a fingir y a llevar una doble vida. No es sólo una traición del cónyuge sino también de sí mismo. Jesús, por lo tanto, no intenta aprobar lo realizado por la mujer sino que pretende condenar la actitud de quien siempre está dispuesto a descubrir y denunciar el pecado de los demás.
Pídele al Señor que te trate con Misericordia, no con tolerancia. Jesús no fue tolerante con el pecado, pero si misericordioso con el pecador.
Ayúdate a ti mismo, no siendo duro, para que no sean duro contigo. Ofrece misericordia, no tolerancia. Pero busca salvar a tu hermano tratándolo con misericordia, y no tolerando su pecado.
Ahora, para terminar, olvidémoslo todo y a todos y volvamos a escuchar, como dicha a cada uno de nosotros, indistintamente, la palabra dulcísima que Jesús pronuncia en el Evangelio de hoy: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
¡Qué así sea!