VII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-


Domingo 23 / Feb
Lc 6, 27-38
«Sean misericordiosos como el Padre de ustedes es misericordioso»

El domingo pasado Jesús nos mostraba el camino de la felicidad, el verdadero camino de la felicidad que se transita por las bienaventuranzas. Les decía que las bienaventuranzas son las disposiciones y capacidades para amar, porque la felicidad es posible en el amar, no tanto en ser amados.

El evangelio de hoy sigue con esa misma enseñanza, pues este evangelio es continuación inmediata del evangelio del domingo pasado (Lc 6). Hoy el Señor nos presenta el modo de hacer eficaces esas bienaventuranzas, porque las bienaventuranzas no son solo cuestiones de afectividad, sino también de efectividad real que se ejecuta con unas acciones concretas. 

Así tenemos que el amor a los enemigos, el perdón, la misericordia y la compasión para responder a los que nos hacen daño, son elementos del evangelio de hoy que estamos invitados a ejercitar si queremos ser bienaventurados, si queremos ser felices. 

No es fácil para nosotros hoy vivir este evangelio, digo que no es fácil, no que sea imposible. En primer lugar necesitamos la gracia que nos viene del cielo, por tanto es posible vivirlo, y la segunda lectura de hoy nos da la clave, es posible porque somos imagen y semejanza del hombre celestial que es Cristo en quien hemos sido transformados en criaturas nuevas.

Podemos amar al enemigo porque estamos en Cristo, porque Cristo está en nosotros. 

Si no somos capaces de hacerlo es porque no hemos permitido que Cristo obre en nuestras vidas. Tenemos que comenzar por pedir esa gracia, que yo sea imagen del hombre celeste y no terrenal, y ya esa imagen se nos dió el Bautismo y se nos da en la Palabra y en los Sacramentos. 

¿Por qué amar a los enemigos? Quiero comenzar diciendo que los cristianos no podemos ser enemigos. ¿Podemos tener enemigos? Eso a veces es algo que no depende de nuestra voluntad. Siempre encontraremos a alguien que nos envidie y que hable mal de nosotros y hasta nos persiga como hacía Saul con David en el relato de la primera lectura. 

Lo que no podemos es ser nosotros los que envidiemos y nos las pasemos hablando mal del hermano, allí si entraríamos en una condición de pecado grave de la cual tendríamos que arrepentirnos rápidamente y confesarlo en el Sacramento.

¿Qué hacer cuando esa tentación es común en nosotros? ¿Qué hacer cuando la envidia o los celos toquen siempre nuestro corazón? Orar. Nos los dice el mismo Jesús: «amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los calumnian».

¿Y si somos nosotros objeto de la envidia de nuestros hermanos? Hacer también lo mismo. Lo que no podemos hacer es optar por la ingenuidad y decir: "es que yo no soy enemigo de nadie"; y eso tal vez sea verdad, tal vez sea cierto que no le haces mal a nadie; pero ¿cómo reaccionas ante un mínimo ataque de alguien que te envidia? 

Toca muchas veces llenarse de valor cuando nos toca a los curas ser 'solucionadores' de conflictos en las familias y hasta en las mismas comunidades parroquiales. Y cuesta porque nadie quiere ceder, porque todos quieren tener la razón, porque todos quieren ser los mejores, porque nadie es capaz de humillarse y ponerse de último. Cuando eso pasa estamos muy lejos del evangelio del Señor. Cuando eso pasa a veces pienso que Cristo ha venido a perder su tiempo con gente incrédula y obstinada. 

No romanticemos el amor, a los cristianos no nos está permitido revestir el amor con puras cosas afectivas e imágenes que terminan haciendo de él un puro sentimiento, muy frágil y muy de cristal por cierto. Esto lo digo porque el amor al enemigo no implica que tú tengas que hacerte amigo confidente del que te odia, ni tengas que invitarlo al cine o a tomar un café. 

No se trata de eso. Se trata de comenzar por el respeto a persona que es tan imagen y semejanza de Dios como tú, de orar por esa persona, de bendecirlo, de no desearle mal, de no envidiarlo. Eso es amar al enemigo. 

La respuesta adecuada por parte de un discípulo frente a los ataques nos la da Jesús en el evangelio de hoy, y lo dice con cuatro imperativos: “Amen… hagan el bien… bendigan… oren” (6,27-28). 

Lo que llama la atención es que no se trata de un amor donde haya reciprocidad, sino del amor a quien no me ama y además me hace daño, o sea, el amor al enemigo, quien me mira y trata con desprecio. 

Notemos cómo cada imperativo indica enseguida a sus destinatarios: amen a sus contrincantes, háganle favores a los que les tienen rabia, bendigan a los que les lanzan insultos, oren por los habladores que denigran de ustedes con la lengua.

Es increíble esta manera como Jesús contradice la praxis humana habitual. Es como si dijera: Amen porque si no se destruirán entre sí. Amen porque la noche no se espanta incrementando las tinieblas. El odio no se sana contraponiéndole otro odio proporcional en las balanzas de la historia, sino inyectando un río de bondad.

Jesús agrega enseguida otros cuatro que son actitudes ejemplares que apelan a cada persona con un “tú”. Lo dice como si estuviera mirando de frente: 
- pon la otra mejilla, 
- no niegues la túnica, 
- da a quien te pide, 
- no reclames a quien te arrebata lo tuyo (6,29-30).

Poner la otra mejilla es renunciar a la defensa, es como presentarte desarmado ante quien te ataca, con las manos abiertas, no con los puños cerrados. 

No negar la túnica significa presentarte ante tu adversario desnudo, sin disfraz, sin creerte mejor, sin armadura. Es como decirle, te doy lo que tengo, te doy mi túnica.

Dar al que te pide, muchas veces algo muy incómodo porque realmente es incómodo el que te estén pidiendo todos los días, el que demanda tu tiempo y atención. A ese dale sin reservas. 

No reclames lo que te han robado. Creo que esto no amerita comentario, porque todos hemos pasado por esa experiencia desmoralizante de ser robados.

Son heridas para ser sanadas ante quien no te quiere, quien te golpea, quien te roba lo que te pertenece, o el interesado y aprovechado que siempre pide pero nunca da.

Y concluye la primera parte con la llamada “regla de oro”, que es patrimonio común de todas las religiones: “Traten a los demás como quieren que ellos los traten” (6,31). 

Llegados a este punto retomo lo que dije al inicio acerca de la posibilidad y la capacidad que tenemos de amar a los enemigos y le añado lo que ha dicho Jesús al final de este evangelio: sean misericordiosos como el Padre de ustedes es misericordioso, den y se les dará. 

Nos habla aquí Jesús de una recompensa, y nuestra recompensa está en esa misericordia con la que hemos sidos tratados, esa Misericordia que nos hace bienaventurados y que nos abre la puerta del cielo, porque no hay bienaventuranzas sin recompensa y esa recompensa será la eternidad con Dios y que ya empezamos a vivir sentándonos con Jesús en esta Mesa-Altar de la Eucaristía. !Qué así sea!

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