IV DOMINGO DE CUARESMA -Ciclo B-

Domingo 10 / Mar
Jn 3, 14-21
«Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por Él»

A Dios le gusta el amor, no se complace en el martirio o el sufrimiento. Es el amor lo que le agrada a Dios, incluso cuando se llega al extremo heroico del martirio.

Hoy el evangelio nos relata precisamente eso, la demostración de amor que hace Jesús a sus discípulos: "atraeré a todos hacia mi" cuando sea levantado en la cruz; ¿qué prueba de amor más grande podemos esperar? 

El Crucificado nos atrae hacia El, nos atrae a su amor. Por ese amor que ha llevado a esa persona, que es el Hijo del Dios vivo, ha dejarse destrozar. 

Por eso la cruz también es un sacrificio, un sacrificio de amor, en el que Cristo paga la deuda con su sangre, en el que con su muerte nos devolvió la vida y abrió las fuentes de las aguas bautismales. 

De ese sacrificio de Cristo también nosotros podemos hacernos partícipes. También podemos ser corredentores, por supuesto que en un grado ínfimo; pero nos hacemos participes de su redención; algunos de un modo heróico por el martirio, pero todos podemos tener participación en el sacrificio redentor de Jesús. 

El sufrimiento de El, también tiene que ser el sufrimiento de nosotros. Y hablo del sufrimiento, proceda de dónde proceda, por culpa o sin culpa.

Si uno mi sufrimiento al sufrimiento redentor de Cristo, entonces hago corredentor mi sufrimiento.

Completo en mi carne, dice San Pablo, lo que falta a la redención de Cristo. Por eso el sacerdote cuando coloca la gota de agua en el vino del cáliz eucarístico, nos asociamos a la redención de Cristo que se hará nuevamente en ese altar.

¿Tienes un hijo que se extravió moralmente?, ¿qué has ofrecido de sufrimiento por tu hijo? Ojo, Dios no está pidiéndote sufrimiento, te está pidiendo amor, pero cuando llegue el dolor o el sufrimiento, ofrécelo.

¿Amas a tu familia? ¿Qué estás dispuesto a dar por ellos?
Y todo eso es posible porque tenemos vida eterna, desde el momento en que hemos sido concebidos en el vientre de nuestras madres, pasa que se nos olvida; pasa que el diablo nos engaña y nos hace creer que nuestro último fin es el banquete que se darán los gusanos con nuestros cuerpos. Y no es así.

Jesucristo ha venido para recordarnos la eternidad. Dos veces en el evangelio de hoy nos dice: "he venido para que tengan vida eterna", somos eternos, somos inmortales. 
A mí me ha tocado ser testigo de testimonios de fe impresionantes.

Nunca voy a olvidar a una señora que me llamó a su casa para decirme que quería la santa unción porque ella sabía que se iba a morir, que quería estar preparada. Su actitud era de serenidad, y pidiéndole a Jesucristo que recibiera su vida como ofrenda por sus familiares que no eran muy religiosos. A los quince días murió en paz y yo estoy seguro que está en el cielo.

No priven hermanos a sus familiares de la ayuda de los sacramentos y del consuelo de la fe en Dios que nos hizo para la vida eterna. Qué diferente es dejar ir a nuestros hermanos con la ayuda de Dios. No les oculten su enfermedad, ayúdenlos con la presencia de Dios en ellos manifestados en los sacramentos. 

Es reconfortante para los enfermos acercarlos a Dios. No hay que tener miedo. Procura que tus enfermos dejen este mundo en paz, porque Dios no nos abandona. Todos los que creemos en Jesús tenemos garantizada la Vida Eterna. 

Caminamos con el amor que va a ser crucificado, y no lo acompañemos con nuestro puro sentimiento, sino también con nuestras obras. Por ti Jesús, y contigo Jesús voy con mi cruz uniéndola a la tuya, porque también quiero dar mi sufrimiento por ti, y para la salvación de los tuyos y los míos para gozar contigo en la Vida Eterna. 
¡Qué así sea!




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