Domingo XXXII -Tiempo Ordinario- A
Domingo 12/Nov
Mt 25, 1-13
«Estén vigilantes, porque no saben el día ni la hora».
En la primera lectura se nos exhorta a consagrar las jornadas y las vigilias de la noche a buscar la Sabiduría que procede de Dios. El Evangelio nos manda que estemos vigilantes y atentos, siempre preparados para la venida del Señor. Y San Pablo en la segunda lectura nos afirma que todos aquellos que hayan creído en Jesús entrarán, cuando Él vuelva, en el mundo de la resurrección, donde vivirán para siempre en su Reino.
Pareciera que este evangelio nos esté llamando al egoísmo y a la mezquindad porque las vírgenes prudentes no quisieron darle un poquito de aceites a las necias. Nada más la lejos de la enseñanza que Cristo nos quiere dar en esta parábola. Jesús no promueve el egoísmo, en esta parábola nos está enseñando que ante la pereza tenemos que ser diligentes. Además nos recuerda que hay que cosas que ni se prestan ni se piden prestados: el dolor, el sufrimiento, el hambre; a lo que se refiere este evangelio es a la fe. La fe es algo personal y no se puede prestar y el aceite de esas lámparas es signo de esa fe.
Recordemos el contexto de esta parábola, un matrimonio judio en el que la novia espera a su novio acompañada de un cortejo, y cuando llega el novio se va con él y su cortejo, era de noche y necesitaban lámparas de aceite. Todas se quedaron dormidas, las prudentes y las necias, pero las prudentes habian previsto que el novio podía demorarse, a la final llegaron tarde ellas; y la impuntualidad de ellas fue fatal.
Tenemos derechos y tenemos deberes, por lo tanto tenemos que cumplir con nuestros deberes aunque no vayamos a dar cuenta a Dios de hoy para mañana, o el jefe nos vaya a supervisar constantemente, o nos estén vigilando para ver si cumplimos o no.
Hacemos lo que tenemos que hacer porque Dios ha puesto en nosotros el discernimiento para saber distinguir el bien del mal y saber que solo el bien edifica y construye, contrario al mal que esclaviza y destruye. Decía San Agustín que a las vírgenes necias les faltaron las obras, por no tener «el aceite de la buena conciencia»
Por eso nosotros tenemos que dar frutos, y el fruto es un deber. Es un derecho de Dios y es por tanto un deber de cada uno de nosotros. No podemos andar metiendo trampas para cumplir con la ley de mínimos porque el cristianismo no admite ley de mínimos, sino de máximos, "amense como yo los he amado" nos dice el Señor y ya sabemos cómo nos ha amado, con un amor máximo, dando su vida por nosotros.
Por eso con esta parábola, el Señor nos regala la gracia de que podamos ver en nosotros esa capacidad de ver el bien y el mal, y sobretodo de elegir siempre el bien siempre más y más rápido. Porque ya el demonio se preocupa el de hacer el mal, nosotros que hemos sido regenerados en el bautismo, nos preocupamos por hacer el bien.
Tú preocúpate por tus obligaciones, construyendo una sociedad fundada en el amor.
Está parábola nos enseña también a ser provisores. La salvación no se improvisa. No podemos vivir con improvisaciones; tenemos que ser cautos, que es lo mismo que precavido o prudente. Es verdad que somos débiles, pero no podemos poner excusas. Tu te conoces, a mi me puedes engañar, a ti te puedes engañar, pero a Dios no.
Si sabes que tienes mal carácter, por ejemplo, te tienes que preparar, tienes que ser precavido. Tienes que, primero pedirle a Dios que te ayude, y tienes que ir poniendo de tu parte empezando a reconocer tus errores, en vez de estar buscando culpables.
Eso es ser precavido, pero si con tu mal carácter terminas haciendo daño no puedes excusarte con decir: "es que ese es mi carácter" -No.- Tienes que prepararte, tienes que rezar más, tienes que pedirle al Señor te ayude, y no busques excusa.
Se inteligente, analiza tu vida y deja que el Señor te ayude. No pienses nunca que no tienes que esforzarte. Tienes que ir a un combate espiritual con las armas de la luz, esa misma luz que le faltaron a las vírgenes necias.
Por eso con el Salmo 62, que hemos rezado hoy, decimos que nuestra alma está sedienta de Dios. Nuestra carne tiene ansia de Él, como tierra reseca, agostada y sin agua. Solo Él puede salvarnos. Su gracia vale más que la vida, solo en Él podemos encontrar la saciedad de nuestra alma. Él es nuestro auxilio y «a la sombra de sus alas» cantamos con júbilo.